Me empecé a aficionar a ir a las bibliotecas, especialmente cuando una de mis hermanas estudiaba Filología en la UB y me llevaba allí, para que mientras ella estudiaba y escribía (he de decir que muy bien) yo me sacara el COU para entrar en la universidad. Ya antes había estado en alguna que otra cerca de casa, pero aquel templo del saber, con esas mesas recias de madera, los cuadros y las interminables estanterías llenas de libros, me cautivaron para siempre. El edificio y el jardín romántico acabaron de seducirme. Si bien lo que estudiaba podía ser más o menos motivador, hacerlo en un entorno como aquel, me ayudaba a que sí lo fuera.
Y desde entonces, he pisado no sé cuantas ya en mi vida y he ido apreciando las que invitan a quedarse, abstrayéndome con la lectura, las ruidosas (la Jaume Fuster estaría en el número uno de esta categoría), las universitarias (El Dipòsit de les Aigües de la Pompeu, la mejor). Y en cada ciudad que visito, me gusto acercarme a alguna, ver como son, qué libros tienen (incluso hacerme el carnet si es necesario, por unos días) apreciar las diferencias entre unas y otras. Ahora que vuelvo a estar sin trabajo (que no parada) me obligo a venir, no solo porque tengo que trabajar en un proyecto, si no porque me obliga a salir de casa, a ver qué novedades tienen, a relacionarme con la gente. Y desde que empecé a tener sobrinos, también les he inculcado mi pasión por ir a las bibliotecas y del placer de la lectura, de querer descubrir los infinitos mundos que hay dentro de eso tan apasionante llamado libros.
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