Un día me subieron a una montaña rusa. No podía decir ni que si, ni que no, así que no me quedó más remedio que quedarme. Enseguida noté que no sólo subía para ver y casi tocar el cielo, sino que también bajaba, en ocasiones de manera vertiginosa, hasta tocar el suelo. Era en estas bajadas cuando empecé a ver que la cosa iba en serio y que, sería así para el resto del viaje. A fuerza de subidas y bajadas, cada vez más, alguna cosa se rompía dentro de mí. Y los tramos de bajada, cada vez más, eran más frecuentes. Y volver a subir me costaba tiempo y esfuerzos. No fue hasta que le di muchas vueltas, que me di cuenta que siempre me rompía en los mismos tramos. Puse más atención a los tramos en los que me pasaba esto, pues quería saber si los podía arreglar. Estaba comprobando la calidad del material de los tramos defectuosos, cuando sentí cómo la sangre salía a borbotones dentro de mí y no lo podía parar. Corría dentro de mi e invadía hasta el más pequeño espacio de mi ser.Pero nadie notaba mi estado interior. Los momentos de tocar el cielo, las estrellas con las manos, me hacían olvidar que la sangre continuaba corriendo por dentro. Y así, pasaron los años, en los que las bajadas eran muy intensas, igual que las subidas, a pesar de que ya no me costaba tanto volver a subir. Hasta que un día, decidí que quería hacer el viaje por otros trayectos y tener más espacio en mi silla y poder extender los brazos para poder tocar el cielo con libertad, sin que nadie me dijera cuando y cómo hacerlo, y poder bajar sin tener que cogerme fuerte.
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