Creo que en alguna ocasión ya he escrito que, si hay una cosa que me reporte felicidad, es ver personas alegres y siendo felices, aunque sea por momentos. Y entre estas, los que más, los niños. Si alguna vez habéis observado a niños jugando, con lo que sea y en el espacio que sea, os daréis cuenta de cuánto podemos aprender de ellos. Creo que la infancia es, o uno espera que así sea, la etapa más feliz de nuestras vidas. Y aún si ésta no lo hubiera sido, siempre habrá habido momentos de juego y diversión con otros niños. De esos momentos de descubrir el mundo, reirse y compartirlo.
A todo esto, insistir en que la 'felicidad' no puede ser un estado fijo, inmutable, si no que son instantes, momentos, situaciones o etapas, en ocasiones, tan necesariamente efímeras, como lo pueden ser los momentos de tristeza. Y que si no experimentáramos unas, no podríamos apreciar/ aprender de las otras. Y es que la felicidad, al fín y al cabo, es un camino personal, en el que no hay fórmulas y no importa quién tengas a tu lado, nadie tiene la responsabilidad de hacerte feliz. Si bien es cierto que tenerla para que te acompañe en el proceso, siempre ayuda (y mucho).
Pues bien, ayer paseaba por la Diagonal cerca de Francesc Macià, cuando ví aparecer, como si de una bandada de pájaros se tratara, todo un grupo de niños y niñas, de entre 10 y 12 años, lanzándose a explorar los límites del carril bici, con sus patinetes y patines. Sus caras de felicidad, sus brazos extendidos en un gracioso equilibrio, enmedio de la libertad conseguida y la alegría que transmitían, junto a su inconsciente velocidad, mostraban todas esas cosas que perdemos cuando nos hacemos adultos y que tan bien nos iban para pensar que todo era posible.